"Mucha tecnología, pero poca vergüenza"

En un mundo donde la tecnología avanza a pasos agigantados y las ciencias desentrañan misterios antes considerados insondables, la paradoja de nuestra época es alarmante: como sociedades, estamos al borde de conflictos mayores; como individuos, estamos sumidos en un egoísmo que desafía los valores fundamentales de convivencia. En el transporte público, en las calles, e incluso en los espacios digitales, se observa una preocupante erosión de principios básicos como el respeto, la empatía y la consideración hacia los demás.

Es imposible ignorar la creciente tensión social que permea nuestra cotidianidad. Países que deberían trabajar juntos para abordar problemas globales como el cambio climático o la desigualdad social se encuentran atrapados en conflictos geopolíticos. A nivel local, las desigualdades y divisiones entre poderes y sociedades, han provocado una desconfianza generalizada entre las personas y las instituciones. La tecnología, a pesar de ser un puente hacia el conocimiento y la comunicación, no siempre actúa como un catalizador para el entendimiento humano. En muchos casos, exacerba las divisiones, promoviendo el aislamiento y amplificando las conductas individualistas. Se malgasta mucho tiempo en las redes pero es poco confiable saber “la verdad”.

Este individualismo, palpable en escenarios tan simples como un vagón de metro, pone de manifiesto nuestra desconexión. Peleas por un asiento, indiferencia hacia personas mayores o vulnerables, y el gesto impasible de quienes están absortos en sus dispositivos son imágenes recurrentes de nuestra falta de humanidad. La cortesía y el respeto parecen haber quedado relegados a un plano secundario, casi obsoleto.

El problema no es meramente circunstancial. Tiene raíces profundas en el debilitamiento de la enseñanza de valores esenciales desde los primeros años de vida. Las familias, que históricamente han sido el núcleo para la formación de individuos íntegros, enfrentan grandes desafíos en la actualidad. En muchos casos, la dinámica familiar se ve fragmentada por la falta de tiempo, la sobreexposición a tecnologías o simplemente por una ausencia de compromiso con la enseñanza de valores. Sin una base sólida en el hogar, las escuelas y universidades enfrentan una tarea titánica para inculcar principios que deberían ser parte de la formación básica de cualquier ser humano.

Sin embargo, no todo está perdido. No es un problema de otros, es un asunto de cada uno de nosotros. La reflexión y el compromiso colectivo son fundamentales para revertir esta crisis de valores. Las familias deben asumir su rol primordial como el primer espacio de aprendizaje ético y moral, priorizando la educación integral sobre el bienestar material. Antes de educar en el tener, debemos enseñar a nuestros niños y jóvenes en ser personas integras y solidarias.

Como sociedad, debemos replantearnos qué significa ser humano en el siglo XXI. Contamos con herramientas y conocimientos que podrían ayudarnos a construir un mundo más justo y empático, pero eso requiere una voluntad activa de cada individuo. El desafío está en nuestras manos, y el cambio empieza con pequeños actos cotidianos que reflejen humanidad y consideración.

Qué bonito sería ver a los jóvenes disputar la atención de los mayores y servirles…desde un tonto gesto como ceder su asiento.

Saludos

Arnaldo García Pérez

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

ENTRE LA LOCURA Y LA CORDURA

Fe y Esperanza para Venezuela: A un Paso del Cambio